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Bertha Servín y el arte popular michoacano

Con más de cincuenta premios nacionales e internacionales, la bordadora e hiladora michoacana Bertha Servín, maestra de treinta y cuatro mujeres dedicadas a la diaria confección de prendas de vestir con motivos purépechas, desde hace cincuenta años ha forjado una carrera de esfuerzo y promoción de la cultura regional admirables.

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Ella cuenta que, siendo niña, su abuela Teófila Barriga la inició en las artes del bordado, oficio que adoptó de manera profesional tras la migración de muchas de las personas que habitaban su pueblo en el municipio de Tzintzuntzan, Santa Cruz.

De este modo, ella y cien mujeres más se propusieron salir adelante de la crisis económica en sus hogares vendiendo a turistas y locales prendas tejidas por ellas mismas, de temática purépecha.

Historias de pescadores, coloridos paisajes donde plasma el día a día en las comunidades michoacanas, danzas rituales, carnavales, demorándose hasta meses o incluso años en hacer cada uno de sus trabajos al hilo.

Su lugar de trabajo acompaña a otros de los numerosos negocios ubicados en la famosa Casa de los Once Patios, en el corazón de Pátzcuaro, Michoacán.

En su tienda, asistida por turistas que, ella refiere, rara vez llegan con intenciones de adquirir alguna de las guayaberas, tapetes, vestidos o blusas a la venta, son distribuidas las creaciones de una cooperativa de solo mujeres, treinta y cuatro en total, cuya organización adoptó gracias a su larga experiencia como artesana y vendedora de sus propias obras.

 

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Comenta con orgullo que muchas han sido muchas las celebridades quienes a lo largo de su vida le han solicitado encargos personales. Por mencionar unos ejemplos, Doña Bertha menciona haber trabajado a las órdenes de famosos cantantes mexicanos como el Buki o Juan Gabriel. Pero en su memoria persisten logros diferentes a los simples «encargos»: motivo suficiente de alegría en cuanto logro personal es recientemente haber expuesto su obra en el Vaticano y luego vender bordados suyos, a un precio justo, en Los Pinos y Coyoacán.

Lamenta, sin embargo, la indiferencia de los jóvenes. A su manera de ver las cosas, las nuevas generaciones, que podrían como ella dedicarse al punto de cruz, se suelen mostrar a la vez interesados e indiferentes a meterse de lleno al oficio. Interesados por el lujo de apreciar de cerca sus difíciles creaciones artesanales; indiferentes por tener que tomarse la molestia de aprender a dominar la técnica. Pero ese impedimento, además del racismo en las aulas escolares, no la ha orillado a quitar el dedo del renglón y abandonar la enseñanza.

Una vida de entregar las manos al servicio de la comunidad.

 

 

Con información de La Jornada, José María Flores


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